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El conte del mes de març!

Enviat per guille el

Cos

Us compartim el relat de Roxana Urra A. escollit com "el conte del mes de març", d'entre els que han escrit les persones que fan el taller de contes del Ateneu Candela cada dilluns.

El regreso de Neruda

 

Los ancianos Ramón Sepúlveda, “el chileno” y su amigo Cirilo Garmendia observan la forma sinuosa de la carretera que baja a la playa mientras fuman despacio y en silencio, sentados en un banco, bajo el sol de Mojácar. Cuando una gaviota que vuela solitaria lanza un graznido desde lo alto, el anciano Sepúlveda comienza a hablar.

─Anoche, Dolores me dijo que ya tenía la habitación de Neruda preparada. ─hace una pausa para dar una calada al cigarrillo. Luego, batiendo el aire de la mañana con el dedo índice, prosigue. ─Y me dijo que, “además”, había ido de tiendas para comprarle ropa, que seguro la necesitaría ¿Usted entiende todo esto, don Cirilo. ¿De qué se trata todo esto, me puede explicar? ─pregunta el anciano.

─Yo estoy como usted don Ramón. Cuando escuché la noticia por la radio supe de inmediato que era una insensatez, y por supuesto no me lo creí. ─Sin despegar el cigarrillo de los labios, continúa hablando. ─Mi mujer, al igual que la suya, también se lo creyó. Se lo ha tomado tan en serio que ha ido todo el rato de aquí para allá, a toda prisa, para dejarlo todo perfecto. “Todo tiene que estar inmaculado, me dijo, para cuando venga a visitarnos el maestro”.

─Amigo mío, se imagina si esto fuera cierto?... ─Ramón Sepúlveda traga una bocanada de humo, lo exhala ruidosamente y continúa hablando con los ojos fijos en el suelo. ─He meditado mucho acerca de ello, me he puesto en situación y cuando lo he hecho ha sido como abrir una vieja herida, tan antigua y escondida que me parecía que ya no existía. Sin embargo... ─Garmendia lo mira de soslayo. ─...aquello puso en duda todo cuanto yo creía. Para mí fue una conmoción enorme, pero solo un hecho puntual que nunca más se repitió. Dolores nunca ha tenido que sufrir por eso. Usted bien lo sabe ─.

Garmendia asiente moviendo la cabeza, busca en su mente las palabras precisas para su amigo, pero no las encuentra. Se hace un largo silencio. Minutos después, el ruido del motor de un Chevrolet verde inunda el ambiente, es el único coche que han visto en toda la mañana.

─¿Qué le parece, don Cirilo? “justamente hoy” esto está prácticamente vacío. ─dice Ramón Sepúlveda, un poco más animado. ─Parece que todos decidieron salir del pueblo. Dolores salió al despuntar el alba.

─Y la mía, con mis hijas, seguro que se fueron juntas. ─se apresura a decir el otro anciano.

─¿Será posible que todo el mundo se lo haya creído? ─.

Por una esquina de la plaza, aparecen tres muchachos y comienzan a chutar una pelota sobre el césped verde. Los dos ancianos observan absortos como corren y gritan disputándose el balón.

 

 

─Amigo Cirilo, ¿Cuánto hace que nos conocemos? ¿Sesenta, sesenta y cinco años? Por ahí,¿ no?

─A ver...llegamos a Valparaíso en el... Si, por ahí… ─calcula don Cirilo.

─Poco después de su llegada en el Winnipeg.

─Así mismo fue, don Ramón─.

─…y, también se acordará cuando tuvimos que marcharnos de Chile─.

─Sí, señor, para el golpe. ¡Cómo no!─se lamenta el anciano Garmendia.

─Y de aquella vez...─Sepúlveda sonríe nostálgico ─cuando la última reunión del sindicato de la empresa de Aceros─.

─Sí, sí, como para olvidarlo, aquello fue memorable, nosotros unos simples dirigentes...─.

─Sí, y si no hubiera sido porque estaba de campaña presidencial ─continúa don Ramón ─aquello no hubiese sucedido ¡Fuimos afortunados, amigo Cirilo; nunca creímos que aceptaría la invitación, pero lo hizo y ¡cómo disfrutamos ese almuerzo!...─.

Por unos instantes, ambos guardan un solemne silencio.

─Fue un año verdaderamente trágico...─ reflexiona a continuación Garmendia.

─Precisamente, a eso quería llegar: al setenta y tres. Ése también fue el año en el que murió nuestro amigo ─, dice Sepúlveda, y Garmendia lo mira sin comprender.

─Pues eso, don Cirilo, que ni usted ni yo estamos locos, estamos reviejos, pero no locos. ¿Cómo vamos a creernos esta farsa, si él ya hace mucho tiempo que no está entre nosotros? ─dice Ramón Sepúlveda, mientras da un bastonazo a una pelota raída que había llegado a sus pies.─¿En qué mundo estamos viviendo, amigo Cirilo? ¿Cuándo y a quién se le ocurriría una aberración así? ─Un nuevo silencio. Entretanto, un suave viento del norte se levanta y mueve las ramas de los árboles y los cabellos blancos. Ramón Sepúlveda se incorpora lentamente, pisa la colilla que había tirado al suelo y prosigue:

─Hoy nos hemos quedado solos don Cirilo. Venga conmigo, lo invito a comer en casa. Tengo un buen vinito añejo y todavía me queda algún que otro puro cubano. Y seguimos nuestra charla allí, ¿Qué me dice? ─Garmendia asiente. Mientras suenan las campanadas de medio día, los ancianos se ponen en marcha; luego, cogen la calle del bar “El loro azul” hacia abajo y caminan despacio hasta el final de la calle.

Después de comer, encienden el televisor y reposan en el sofá. Siguen dando vueltas a la situación, Ramón Sepúlveda, con el semblante sombrío, dice que tal vez eso pueda ocurrir, con la ciencia, quién sabe..., pero que todavía no; cosa que asiente con gravedad el otro anciano. Con éste y otros argumentos acaban la botella de vino. Luego, por fin, llega la hora de las noticias. Echa un rápido vistazo a los canales. Todos ellos emiten en vivo y en directo la llegada de Neruda a Andalucía. Se detiene en uno, y mientras las imágenes se suceden en la pantalla, ambos se quedan inmóviles y sin

 

poder articular palabra. Desde el aeropuerto de Málaga, un periodista visiblemente afectado da la bomba informativa: que “Pablo Neruda había llegado y venía a recibir un premio por los últimos poemas que escribió antes de hacer su largo viaje. Y una condecoración en reconocimiento a la hazaña de los dos mil doscientos españoles que embarcó en el Winnipeg hacia Chile, en 1939...”

 

─Ramón Sepúlveda con el rostro descompuesto y Garmendia apagando el puro reiteradamente en el mantel de la mesa, no dan crédito a lo que escuchan. Al término de la entrega informativa, ambos se llevan las manos a la cabeza y balbucean palabras incomprensibles hasta que, finalmente, don Ramón toma la palabra:

─¡Debemos ir inmediatamente a Málaga!─.

Se ponen manos a la obra. Sepúlveda se da impulso con un brazo del sofá logrando ponerse en pie un poco más rápido que de costumbre. Mientras el otro, en un intento fallido, cae pesadamente al sofá para luego reincorporarse con lentitud.

─Nunca pensé que volvería a utilizar mi viejo Volkswagen ─dice, con ojos brillantes el anciano Sepúlveda. En seguida, vierte toda la gasolina de un recipiente plástico en el depósito de combustible del vehículo. A continuación, excitados por la aventura de conducir nuevamente un coche, parten decididos a averiguar, de una vez por todas, qué era toda esta locura.

A medio camino, la carretera sigue despejada y el sol todavía está muy alto. Las ventanas abiertas dejan entrar el aire del incipiente otoño, refrescando levemente el ardiente interior del coche. En las cuatro horas que dura el viaje, siguen devanándose los sesos tratando de encontrar alguna luz que explique la situación. Pero cualquier hipótesis les parece carente de toda lógica, de modo que al acabar el trayecto llegan a la conclusión de que esto no es más que una insoportable broma.

Cuando llegan, la plaza donde se oficia el acto hierve de gente. Desde donde ellos están, no pueden ver nada, sólo un gigantesco mar de cabezas. Intentan acercarse pero es tarea imposible, de modo que se limitan a escuchar.

La autoridad máxima del gobierno español hace el primer discurso, le sigue el presidente de Andalucía, el alcalde de Málaga y finalmente un premio nobel de literatura. Este último, mientras se escuchan de fondo los acordes de un violoncelo, recita algunos de los poemas más emblemáticos del homenajeado, para terminar luego con un largo y emotivo abrazo de bienvenida entre ambos. Inmediatamente don Cirilo alza la voz:

─¡Venga hombre, qué tomadura de pelo! ─A continuación Ramón Sepúlveda vocifera y se explaya en contra del circo montado en torno a la figura de un hombre tan ilustre. Y un poco más exaltado y subiendo el tono, agrega:

 

 

─¿Qué es esto? ¿Qué es lo que pretenden? ¿Sacar dinero? ¡No podéis ensuciar su nombre de esta manera! ─.

Don Cirilo, al verlo tan azorado, intenta tranquilizarlo. No obstante Ramón Sepúlveda continúa desbordado. Un sentimiento, reprimido por las circunstancias y el paso del tiempo, irrumpe con fuerza en su ánimo.

─Yo conocí a ese hombre, no ha habido ser más entrañable, era un ser hermoso, yo...─.

─Cálmese por favor, se lo suplico. ─le ruega Garmendia en voz baja. ─¿Qué le pasa, se ha vuelto loco? Aquello siempre fue imposible...─.

Algunos asistentes comienzan a protestar y a exigirles silencio. En ese momento, desde el escenario se escucha como el alcalde de la ciudad finalmente le cede la palabra al poeta.

El silencio es instantáneo, la ciudad entera se queda paralizada, la gente suspende la respiración y sólo el viento hace valer su voz.

Y Neruda habla.

Al término del acto, cuando la multitud prácticamente se ha retirado, un grupo de personas rodea a cuatro mujeres y a un abuelo que sollozan amargamente ante el cuerpo de un anciano que yace en el suelo, con el corazón roto.